El Trofeo


A los pocos años de comenzar el trabajo en la escuela San Huberto, los grupos comenzaron a experimentar un crecimiento significativo.
Uno de estos alumnos, inmediatamente se destacó del resto, su nivel de apetencia de conocimiento desbordaba nuestra planificación de contenidos.
Eran comunes sus llamados a casa, encuentros fuera de los regulares, él quería saber todo y mucho más. Pero por su profesión, profesor de tenis, resultaba un tipo pintoresco. Tomó tal aceleración que casi desde su primer viaje tomó la decisión de convertirse en patagónico.
Sus condiciones naturales le posibilitaron un excelente lanzamiento en un breve tiempo.
En su primer intento de residencia se había contactado con personas que estaban deseosas de aprender sobre mosca.
De ahí que me convocara para efectuar un curso en la ciudad de San Martín de los Andes. En aquel entonces, el profesionalismo estaba en manos de pocas personas, quienes al parecer no tenían interés en transmitir a sus correligionarios los rudimentos del fly.
Se había conseguido un auto; de alguna manera debemos identificarlo con la idea de dejarlo en la cordillera para hacer uso de él en nuestras futuras excursiones.
Varios envases de aerosol sirvieron a los efectos de jerarquizar su estética, al parecer, su punto flojo. Sobre el devenir de los kilómetros pudimos descubrir algunos vicios ocultos.
Uno estaba en aquella época tan mentalizado sobre la necesidad de utilizar un vehículo especial, los recién conocidos 4 x 4, que ponía en duda que ese artefacto nos pusiera en el destino final.
Pero toda salida tiene su cuota de aventura y en él partimos.
Recién al cambio de aire en La Pampa dio muestras de cierta inestabilidad emocional. Un ruido que podíamos reconocer como proveniente del tren delantero, pero no alcanzábamos a identificar.
Nos bajábamos, observábamos en la noche las ruedas, chapa y otras yerbas, pero nada.
Terminamos atribuyéndoselo al guardaplast que a simple vista carecía de todos los remaches que necesitaba para una buena fijación.
Los kilómetros corrían y ante la proximidad del ingreso al Camino del desierto, decidimos verificar con más detenimiento las ruedas. Por la regularidad del golpe sonaba que las mismas tenían algo que ver.
Efectivamente, elucubrando algo que pudiese estar clavado en la cubierta, tanteamos una por una y para sorpresa la delantera había perdido en una sección, muchos km. atrás parte de su casco.
Pese a lo incompleto del neumático, eran muchos los km. transcurridos por lo que nos sentimos confiados en poder llegar a una estación de servicio, lugar donde pondríamos el auxilio.
Para el caso, nuestro móvil no contaba con el tan preciado felino que nos hubiera permitido efectuar el cambio.
Solucionado el problema, amanecimos al llegar a la caminera de Neuquén; el policía indagó varias veces para registrar en su planilla, nuestro lugar de procedencia. A continuación, pero con cara de incredulidad, procedió a colocar la estampilla con la que nos identificaríamos como turistas.
Cada detención en los comedores del camino, al bajar del vehículo y contemplarlo junto a suntuosos autos y camionetas portadores de turistas, se creaba entre nosotros mayor simpatía, verlo en esas condiciones atravesar tantos kilómetros casi se elevaba a al categoría de héroe rutero.
Con el arribo a la ciudad recuperamos nuestra estabilidad emocional.
Pero al día le sobraban horas, por qué no invertirlas en el fruto de nuestro deseo: la pesca.
La negativa de mi compañero fue rotunda, pero ante mi decisión de hacerlo en soledad, accedió a acompañarme.
Como todo comienzo, los comentarios sobre pesca rotundamente negativos, las causas siempre las mismas: mucha nieve, aguas altas, mucho calor, aguas bajas, invierno con poca nieve, ríos turbios o cuanta excusa quiera imaginar a pesar de ello el río nos esperaba.
Por una relación hora-distancia el Chimehuín sería nuestro campo de acción.
Estacionada la nave a un lado del camino, me enfundé los pertrechos y caña en mano me dirigí al río.
Miguel armando su pipa sobre una roca se convirtió en mi espectador.
Creo, fueron tres lindas arco iris; a la tercera, aquel que asumiera una actitud similar al Pensador de Rodin ya tenía puesto el wader y caña en mano pasaba por detrás de mí haciéndose el inocente y ganándome la posición que me pertenecía.
Entretenido en mi pesca, cada tanto lo veía levantar una trucha, hasta que me sorprendió verlo sujetar con ambas manos la caña, mientras ésta adquiría una curva extrema.
Debo reconocer que por mi actitud permanente de bromear, al principio y por su inmovilidad me vendía un enganche por pez; pero pasado ese tiempo de evaluación lógica, consideré que “algo” estaba pasando.
Por si las moscas recuperé mi línea, tabaquera, pipa y cantando bajito me fui acercando al lugar de los acontecimientos. Miguel no es un tipo muy comunicativo, es introvertido, correcto y serio como pocos, de ahí que su actitud no excedía lo que transmitía como imagen.
Cuerpo de estatura mediana, muy delgado con barba profusa modelo seminarista, ni se percató de mi presencia.
Su línea entraba en el agua y por tensión, además de cortar agua emitía ese sonido de algo que en cualquier momento podría estallar.
Ante mi pregunta, su elocuente respuesta: no sé, parece grande, pero no se mueve.
Si uno observaba detenidamente la línea, su desplazamiento de derecha a izquierda no superaba los diez centímetros. El lugar, una corredera muy rápida y profunda de las tantas que encontramos a esa altura en el Chimehuín.
La pregunta de fórmula: qué pusiste. Era un fuzzy # 8 color verde y por su comportamiento, tensión de caña, ubicación en el río, era una nona de marrón.
Cuantas pavadas uno escucha y hasta hemos reproducido; los mediodías no sirven, en el agua turbia no se pesca, la seca no camina, etc, etc y la máxima, las grandes no saltan; en esta oportunidad alteró la regla.
Nos separaban unos quince metros de la costa; por un instante la tensión de la caña desapareció, algo desde abajo parecía haber detenido la corriente, una sección del río donde entraba la línea WF 6 F pareció hundirse y no sé desde que distancia emergió, no una trucha, un truchón que elevándose en el aire, se acostó paralela a la superficie, dejándose caer en una mezcla de ruido y agua salpicando a todos lados para ganar nuevamente el mismo sitio que antes ocupaba.
Era exactamente el momento de abandonar la escena. Mi sola presencia alteraba el momento que ambos se merecían.
Una palabra, un consejo o un comentario estaban totalmente de más.
Era su propio duelo, una contienda de esas características requería concentración.
Me alejé lo suficiente como para mantener el control de los acontecimientos, aún a la distancia.
Hubo un segundo salto y una corrida que contra la orilla la dejó varada. En segundos, y de dos golpes de cola ingresó a la corriente para ocupar casi el mismo lugar.
Miguel sin moverse del lugar permaneció no sé cuántos interminables minutos hasta que comenzó a nadar cerca de la superficie. Ver esa vela dorsal y la cola hacer los últimos intentos por liberarse, adquiriendo una mezcla de emoción y dramatismo, resultaba conmovedor.
Sin duda, habían sido dos respetuosos contendientes. La magia del instante pudo ser registrada, el desarrollo de la marrón según cálculos que efectuáramos sobre las mediciones, superaba los seis kilogramos, holgadamente. Nunca había visto algo semejante ser retirado del río.
Aún recuerdo el tiempo que le significó restablecerse; su estremecimiento era tal que el silencio y la música del río armonizaron en esa conjunción mágica que suele ofrecernos la naturaleza.

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